El escapista se levanta temprano para ir al banco. Prepara zumo, galletas, café, se quema la lengua. Sale con su chaqueta, sus guantes, tiene frío. Llueve y se refugia en un portal, un veinteañero pasa con una chica aparentemente menor.
El escapista se corta con el papel, se chupa el dedo frío, firma, de acuerdo señor, espere ahí, el escapista compra el pan, blando por la lluvia, compra tomate, compra pasta.
El escapista regresa a ver el telediario, registra su bolsillo, cincuenta y diez sesenta, y otros cinco mas, toma el autobús urbano, recoge el ticket, viene una anciana, se levanta. Come y se queda dormido en los deportes.
El escapista despierta a las cinco y cuarenta y siete, sale a la terraza, se le mete arena en un ojo, se rasca, fuma un cigarro, entra en casa.
El escapista llora, se masturba, se ducha y elige la ropa -olvidó lavar los calcetines rojos-, va al cesto, busca, encuentra. España gana, se viste, suda y sale a la calle.
El escapista anda rápido pero no tiene prisa, una costumbre que tiene desde que era párvulo, muchos dicen que es un acomplejado, ya no llueve, una calle, otra y ya. Llega al teatrillo móvil, sus zapatos con barro manchan el escenario, Guadalupe dice que no importa, que ella lo limpia, el escapista pasa dentro, se maquilla.
El escapista congrega las miradas: una cuerda, tres cadenas, dos camisas de fuerza, a sesenta metros del suelo, la soga ardiendo. El escapista intenta resolver el nudo, pasa el tiempo, se balancea, la gente contiene la respiración, también el escapista, pasa demasiado tiempo.
Cuando el escapista abre los brazos caen todas las cadenas, es como un milagro, el escapista llora, ríe, saluda. La gente aplaude. Esa noche los niños querrán ser como él, irán al salón y se atarán con los cordones de sus zapatos.
Se apagan los focos, la gente se marcha, dice adiós al operario de la grúa, dice adiós a Guadalupe, el escapista vuelve a casa, las manos frías, ha olvidado sus guantes en la repisa donde deja siempre el tabaco.
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