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El portugués tenía una pelota en la mano. Llevaba una camiseta adidas y un vaquero claro. Eran las nueve y media pero aún era de día, 10 de Agosto.
Marta nunca supo decir estratosfera, ni sabía escupir, ni silbar y no le gustaba sentarse en el césped porque tenía miedo de mancharse. También se quedaba dormida mientras yo le contaba el pánico que me da morirme y siempre insistía en fregar los platos justo en el momento en que yo quería ir a buscar discos de vinilo. Pero eso ya no importa.
Además, por aquel entonces yo no era yo, el que tú conoces, quiero decir. Hay días que me echo de menos. Los viernes, casi siempre.
Aunque quizá no todo haya sido tan malo, siempre tuve ganas de conocer esta ciudad, de acostarme tarde, de no dar explicaciones. De tocarme los pies con la nariz.
Sentado en la acera, la vi alejarse. Pensé que miraría hacia atrás pero no lo hizo. Aguanté la mirada. Nada. Nunca lo hacía.
Y sin saber cómo, el portugués le quitó las llaves y le robó el coche. Ella gritaba. Gritaba. Me levanté en el acto y aplaudí como en mi vida.
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